Este lunes celebramos el bicentenario de la Constitución de 1812. José Somoza no pudo estar en Cádiz porque debía cuidar de su hermano en Piedrahita, a pesar de que sus amigos liberales lo reclamaban para que participara en la redacción de la Constitución.
Su amor a la Pepa le lleva a enterrar un ejemplar de la Constitución junto a un árbol del paraje de la Pesqueruela en 1814, cuando se produce la toma del poder por parte de los absolutistas y andan por Piedrahita buscándolo.
José Jiménez Lozano recuerda a Somoza en uno de los artículos que ha escrito con ocasión del bicentenario, que titula «El sagrado texto»:
No parece, ciertamente, que se pueda encontrar, en el mundo, un amor tan cándido y ardiente a ninguna ley como el de don José Somoza, a quien se llamó «el hereje de Piedrahita», por la Constitución de 1812. En realidad, fue el prototipo o hasta quizás el único ejemplar de aquellos españoles a los que esa Constitución de 1812 prescribía que fueran justos y benéficos.
Cuando ésta fue abolida tras «los tres mal llamados años» – aunque fueron bien reales, necios y terribles, pero aquí se pueden desmochar estatuas y siglos enteros a gusto de quien manda–, don José Somoza cogió su caballo y fue hacia una finca de su propiedad, provisto del «Sagrado Texto» de la Constitución, que enterró entre lágrimas y soliloquios de esperanza de su restablecimiento. Y, desde luego, era una buena mayoría la que también hablaba del «Sagrado Texto», pero tal cosa no era más que una mojiganga, mientras que Somoza esperaba, verdaderamente, de la Constitución gaditana una transformación social, a comenzar por un endulzamiento de las costumbres y el final de desafueros como la violencia política o la tortura judicial, aplicada por jueces de señorío hasta en relación con la caza de conejos.
Pero, desgraciadamente, la Constitución de Cádiz no cumplió las benéficas expectativas del buen «hereje de Piedrahita», que leía cada domingo la homilía de un obispo francés de simpatías jansenistas, sin saber lo que era este asunto, porque él andaba en otras filosofías de la transmigración sidérea de las almas.
Pero es que había gentes así entre sus amigos, incluso un cuáquero en tierra de garbanzos, que fue diputado por Arévalo, don Luis Usoz y Río, y que seguramente tampoco tenía mucho que ver con la «Sociedad de los Temblones». Los tiempos eran así de difusos y confusos, y fue mala cosa para la Constitución misma.
Los absolutos decían cosas atroces de ella, pero quizás no hacían más que diagnosticar lo que pasaba, cuando cantaban:
La Niña Bonita
que en Cádiz nació,
el aire de Francia
mala la pusió.