José Somoza y Muñoz (Piedrahíta, Ávila, 24 de octubre de 1781 – íd., 4 de octubre de 1852), escritor liberal, hijo de Ignacio Somoza y Carvajal, sevillano que se avecindó en Piedrahita, y de Juana Muñoz Barrientos, de familia rica y bien emparentada. Estudió en Ávila y Salamanca; la muerte de su padre en 1797 le hizo consagrarse a los estudios con ahínco, pero en casa, ya que tuvo que regresar a Piedrahita. Vivió casi siempre aislado y solterón en su pueblo, con esporádicos viajes a Madrid, donde se relacionó con los amigos de su padre, Juan Meléndez Valdés, a quien ya conocía de Piedrahita, Manuel José Quintana, Melchor Gaspar de Jovellanos, Francisco de Goya. Escribió que tenía presente «el matrimonio de mi maestro Meléndez, enlazado con una mujer de las que el público no puede juzgar malas y son, a pesar de esto, intolerables».
En sus años mozos se distinguió por sus travesuras y nunca consiguieron sus padres que hiciera nada de provecho, aunque se trasladaron adrede a Salamanca para vigilar sus estudios. El “librepensador de Piedrahita” fue en su juventud, mientras cursaba estudios en la Universidad “un estudiante perdulario y dado al trato de toreros y gente del bronce”. El mismo se reconoce en su Noticia autobiográfica, donde nos cuenta que “era desaplicado y aun vicioso… y había abandonado varias veces la casa paterna y aun corrido algunas ciudades de España en compañía de los estudiantes de la Tuna”. A la muerte de su padre, en 1797, cambió radicalmente su vida y sus costumbres. Abandonó la Universidad y se reintegró a la casa paterna y se encerró en las sierras y soledades de Piedrahita. Allí entregado a sus musas y a sus libros, amigo y querido de todos –salvo de los absolutistas y el Arcipreste-, vivió dichoso gran parte de su vida, sin más zozobras y contratiempos graves que las persecuciones de las que fue víctima por su condición de liberal y su fama de heteredoxo. A los veinte años marchó a Madrid, en donde la amistad con la duquesa de Alba, que tenía un palacio en Piedrahita, y con Quintana, que lo había conocido en Salamanca, le permitió relacionarse con los más famosos personajes, como Jovellanos y Goya. No se avino a cursar estudios regulares, ni a casarse, ni a permanecer por mucho tiempo en Madrid; regresó a Piedrahita , ante el asombro de sus amigos que no comprendían su actitud. Durante la Guerra de la Independencia luchó contra los franceses, pero no salió de su región por no abandonar a su hermano enfermo, ni a su hermana viuda.
Volteriano, aunque virtuoso, y liberal, tomó las armas en 1808 contra los franceses, pero se guedó en su pueblo para no abandonar a su hermano enfermo cuando estos lo invadieron e incluso sirvió de comisionado en 1809 junto con Toribio Núñez para aplacar las iras del comandante francés. No obstante, no fue afrancesado, sino que sirvió a la causa patriota desde el campo enemigo y aun se le achacó la deserción de un regimiento suizo, lo que le valió un bayonetazo; pero el general Hugo, padre del poeta y gobernador militar de Ávila, fue comprensivo con él. Por influencia de Meléndez y de Cabarrús fue nombrado prefecto, pero no aceptó. Tampoco se marchó a Cádiz, sino que siguió a la vera de su hermano enfermo.
Cuando en mayo de 1814 lanzó Fernando VII los decretos que suprimían la Constitución y fueron a la cárcel los políticos y los escritores liberales que habían luchado contra los franceses. Somoza se hallaba en Piedrahita, preocupado por la suerte de sus amigos. Nada le pasó en 1814, pero en virtud de una carta del arcediano Cuesta, descubierta por Lozano de Torres, fue detenido y llevado a Madrid, aunque pronto se sobreseyó la causa. Muchos años después recordará en su artículo, «El risco de la Pesqueruela», aquellos días malos para la libertad en que su casa fue registrada y él llevado preso a Madrid, no sin antes enterrar junto al risco de la Pesqueruela un ejemplar dela Constitución de Cádiz, como símbolo de la libertad perseguida.
Fue jefe político de Ávila durante el Trienio Liberal (1820-1823), pero renunció repetidamente a ese cargo, lo mismo que a la gran cruz de Carlos III que le fue concedida y que al parecer no llevó nunca. En 1823, logró un acta de diputado. En 1823 el cura Merino le metió a él y a su hermano en la cárcel de Ávila, de donde salieron a los cuatro meses, su hermano, ciego; él, con el mal de piedra.
En la Ominosa Década se le volvió a perseguir por sus ideas liberales. Una nueva prisión, al parecer de siete años, le sobrevino por la persecución que contra él desató el general San Juan. En la cárcel distrajo sus ocios traduciendo la Hecyra de Terencio. En 1829 murió su hermano. En 1834 publicó el primer tomo de sus Obras. El Gobierno de Martínez de la Rosa le nombró Presidente de la Diputación de Avila en 1834 y 1836 año que fue por última vez diputado a Cortes. Fue procurador en Cortes por Ávila (1834-1836) y diputado a las Constituyentes de 1836-1837, y elegido en las de 1839, siempre por Ávila, pero rechazó este honor como todos los demás. En 1850 sostuvo una polémica con el arcipreste de Piedrahita y el obispo de Ávila sobre sus escritos y a su muerte no recibió los sacramentos y se le quiso negar la sepultura eclesiástica. Ejerció la presidencia de la Diputación de Ávila entre 1834 y 1836, y con carácter honorario en 1838. Sus Poesías (1832) fueron reeditadas con nuevas piezas en 1834 y 1842 y pueden considerarse pertenecientes a la escuela neoclásica salmantina. Destacan entre ellas «Al río Tormes» y «El sepulcro de mi hermana».
En 1851 –tenia ya Somoza setenta años- el arcediano de Piedrahita que no le perdonaba su liberalismo, denunció sus Obras al obispo de Avila quien publicó un decreto prohibiéndolas.
Somoza es una personalidad de primer orden. En su retiro se mantenía muy al corriente de las novedades literarias. Vivió como un estoico ejemplar, riéndoos del mundo pero con tolerancia de filósofo y zumba de castellano socarrón que está al cabo de todo. No le importaba el dinero y dejó que sus hermanos administraran su hacienda, pera entregarse libremente al goce de lo que le apetecía; “la poesía, música y pintura me han tenido en el paraíso –escribe en uno de sus artículos-. El campo ha sido y es mi amigo íntimo, y así no hay una sombra, un soplo de aire, un ruido de hojas o aguas que yo no sepa entender y apreciar”. Más abajo se jacta de ser feliz en su dorada medianía al modo horaciano y de fray Luis, y escribe: “El que para vivir y para colocarse tiene que empujar a otros y arrojarlos de sus puestos o arrostrar los peligros y los precipicios por donde se camina a la fortuna, ha de padecer muchas adversidades… “ Somoza vivía como un patriarca laico y filantrópico entre las gentes de su pueblo, que le defendieron en más de una ocasión cuando los agentes del absolutismo fueron a prenderlo.
Tan asombrosa personalidad humana se refleja inmediatamente en su estilo. La prosa de Somoza produce la misma sorpresa que la de Moratín; como la de éste, hace pensar en Larra, alerta ante lo inauténtico, lo podrido y lo injusto e igualmente abierto a los vientos renovadores y europeos. Algunos de sus apuntes críticos, cuadros de costumbres, retratos de tipo ni fueren superados en los días mejores de la novela realista. Entre ellos destacan: La justicia en el siglo pasado, La duquesa de Alba y fray Basilio, La vida de un diputado a Cortes, El retrato de Pedro Romero y El árbol de la Charanga.
Las zozobras de Somoza por las persecuciones de que fue víctima no iban a terminar ni siquiera muerto. Estaba visto que hasta la paz del sepulcro iba a serle negada. Había expresado más de una vez su deseo de ser enterrado en el campo de la Pesqueruela, la finca de su familia. Pero este deseo no llegó a cumplirse, cuando el 4 de octubre de 1852 dio su último suspiro. La lápida que cubría su nicho, en el cementerio de Piedrahita, desapareció no se sabe cuando, siendo sustituida por otra que mandó instalar a su costa un admirador de Somoza, italiano, profesor de la Universidad de Madrid. Pero esta segunda lápida corrió la misma suerte que la primera. Al parecer nunca se le perdonó su liberalismo, su independencia de espíritu, su heterodoxia. No en vano, dijo el poeta: “No pondrán losa, ni nombre, / ni flores en mi recuerdo. / Solo una cruz y su nombre / en la desnudez del suelo”.
Destacan sus cuadros costumbristas, que preceden cronológicamente incluso a los de Ramón Mesonero Romanos; pero sólo se publicaron con posterioridad a instancias de éste en el Semanario Pintoresco Español. Fue un hábil narrador de anécdotas y un gran evocador de costumbres pasadas. A veces revela un sentido social verdadero en artículos como «El tío Tomás», sobre los zapateros.
Dejó también dos importantes novelas históricas, El bautismo de Mudarra y El capón (1842), y compuso una serie de libros de vario contenido interesantes para reconstruir la vida de un librepensador aislado y perseguido: Memorias de Piedrahita (1837), Cartas sobre el duelo (1839), Artículos en prosa (1842), Conversación sobre la eternidad (1842) y Recuerdos e impresiones (1843). Son narraciones breves Lección marcial, La oropéndola en la fuente de la dehesa de la mora y El pundonor. Entre sus poesías destacan A Fray Luis de León y Al sepulcro de mi hermano. Hay ediciones de sus obras en Madrid, 1839, y también en el mismo lugar, 1846. Existe una edición de sus Obras (1904) a cargo de Lomba y Pedraja.
Fue en su tiempo un poeta estimado “volterianos impenitente” como le llama Menéndez Pelayo en su Historia de los heteredoxos españoles, que creía a pie juntillas en el progreso indefinido. Juan Ramón Jiménez escribía: “el maravilloso Somoza que admiro cada vez más”. El propio Somoza nos recuerda que Jovellanos se moría de risa oyéndole cantar canciones picarescas acompañándose a la guitarra, y que Goya elogiaba las caricaturas que hacía de amigos y conocidos.
En los versos de Somoza hay huellas del anacreontismo de su maestro Meléndez y también de la poesía filosófica. Entre sus poesías amorosas cabe destacar «A una desdeñosa», «La sed de agua» y «El beso», todas ellas en redondillas. La composición titulada «A una novia en el día de su boda» parece anticipación de las doloras campoamorianas. El remoto influjo del gran maestro de la escuela salmantina parece visible en tres odas: «A fray Luis de León», «Al río Tormes» y «El sepulcro de mi hermano». Dos bellas composiciones «A la cascada de Pesqueruela» y «A la laguna de Gredos» acusan una importante presencia romántica. Es autor de una novela de tema histórico El capón y de numerosos artículos o cuadros de costumbres recogidos en «Memorias de Piedrahita» y «Recuerdos e impresiones». Sus Obras (Artículos en prosa) se publicaron en 1842.